La doncella de Orleans

 



Friedrich von Schiller (1801)

 

          Año del Señor de 1429. Salón en un un castillo que no sabemos cuál es, en Orleans. En escena, Carlos de Valois, aspirante al trono, delfín de Francia, y cursi como él solo, y Duchatel, un caballero amigo suyo de la alta nobleza y con cara de pánfilo como corresponde, que le hace servilmente los recados.

 

          (Sale el caballero La Hire, sofocado, y se dirige a Carlos.)

          La Hire.—He de hablaros urgentemente, mi señor.

          Duchatel.—(A Carlos.) Señor, el caballero de La Hire quiere hablaros.

          Carlos.—(A Duchatel.) Decidle que hable.

          Duchatel.—(A La Hire.) Hablad, La Hire.

          La Hire.—¿No me habíais oído, señor? Estáis a un metro escaso de mí.

          Carlos.—Perfectamente, La Hire, no estoy sordo. Pero siempre me ha parecido más elegante tener a mi lado a un cortesano que me sirva de portavoz. Hace más refinado y siempre está bien respetar el protocolo, por el que los franceses somos famosos, ¿no os parece? Y Duchatel cumple ese cometido a la perfección.

          Duchatel.—Gracias, señor; sois muy generosos con vuestras palabras.

          Carlos.—De nada, Duchatel. Preguntadle a La Hire qué le sucede. Tiene mala cara.

          Duchatel.—¿Qué os sucede, La Hire? Tenéis mala cara.

          La Hire.—¿Qué tengo mala cara?

          Duchatel.—(A Carlos.) Majestad: La Hire se extraña de que creáis que tiene mala cara.

          Carlos.—(A Duchatel.) Pues sí, la tiene. No hay más que verle.

          Duchatel.—(A La Hire.) Señor de La Hire. El rey está convencido...

          La Hire.—¡Esto no hay quien lo aguante! ¿De verdad es esto necesario, majestad? Así no acabaremos nunca. Llegaremos al final de esta comedieta sin haber podido contar nada por derecho.

          Carlos.—(Molesto.) ¡Está bien! ¡Está bien! Me saltaré la etiqueta para escucharos. Pero que conste que lo hago por una única vez y sin que sirva de precedente.

          La Hire.—Gracias.

          Duchatel.—(A Carlos.) El caballero La Hire lo agradece, señor.

          La Hire.—¡Otra vez! ¿Pero no habíamos quedado en que...?

          Carlos.—¡Callaos, Duchatel! Lo cogeremos donde lo habíamos dejado.

          La Hire.—(Aparte.) ¡Menos mal!

          Carlos.—¿Qué sucede, La Hire? Tenéis mala cara, como ya os he dicho por medio del caballero Duchatel. Parece que el cabrito que os zampasteis anoche os sentó mal. Contad.

          La Hire.—¡Oh, majestad! He tenido un sueño.

          Carlos.—Gracias por lo de «majestad». Por desgracia ya sabes que los ingleses se encargan de que no lo sea. Tengo que contentarme por ahora con mi titulillo de conde de Ponthieu, en espera de poder recuperar algún día el trono de mis mayores. Pero contadme vuestras cuitas.

          La Hire.—Soñé algo horrible, señor.

          Carlos.—Venga, que me tienes impaciente. No te hagáis el interesante y habla de una vez.

          La Hire.—Vi en sueños a un dragón muy feo de rostro...

          Carlos.—¡Natural!

          La Hire.—... que lanzaba fuego por la boca y quemaban los campos de trigo. Era todo rojo, como las banderas de los malditos ingleses invasores que Dios confunda. (Escupe en el suelo.) Destrozaba nuestra querida Francia.

          Carlos.—No hace falta soñar para saber eso. ¿No tenéis nada más entretenido que contarme, La Hire? Me estoy aburriendo soberanamente.

          Duchatel.—(Que está deseando meter baza.) Para eso sois el soberano, mi señor. Sería impropio que os aburrierais de otra manera.

          La Hire.—Entonces, por detrás de una colina aparecía un dragón blanco, que peleaba con el dragón rojo y le vencía.

          Carlos.—¿Le vencía?

          Duchatel.—(A La Hire.) La Hire, el rey os pregunta si le vencía.

          La Hire.—¡Ya empezamos otra vez!

          Duchatel.—Disculpad. Es la fuerza de la costumbre.

          La Hire.—Le mordí en la cola y le obligaba a huir, pegando aullidos lastimeros.

          Carlos.—¿Los dragones aúllan? No lo sabía. Creía que eso era cosa de perros y lobos.

          La Hire.—En efecto, majestad.

          Carlos.—Entonces no parece probable que lo hiciera un dragón.

          La Hire.—(Impaciente.) Bueno, el dragón hacía un ruido, como quiera que se llame.

          Carlos.—No está mal para el sueño de un subalterno. ¿Y qué tiene ello de malo, La Hire?

          La Hire.—Pues que tras vencer al pérfido sajón (escupe de nuevo) el dragón blanco os pegaba un bocado, señor.

          Carlos.—¿A mí?

          La Hire.—A vos, señor. Aparecíais de no sé dónde, montado en un caballo y el dragón os atacaba y no dejaba de vuestra real persona ni un trocito así de pequeño.

          Carlos.—¡Qué mal! ¿Y cómo interpretáis ese sueño?, decidme.

          La Hire.—Pues la cosa está diáfana. Alguien o algo vencerá a los ingleses pero acabará también con vos. Lo que parece una bendición, acabará siendo vuestra ruina más absoluta.

          Carlos.—(Riendo.) No hay que hacer caso de augurios y premoniciones. Eso se queda para los villanos ignorantes que no han ido al colegio o han ido a uno público.

          Duchatel.—(Interviniendo, porque le cuesta mucho estarse callado.) Los sueños son solo sueños, como acertadamente dice Calderón de la Barca.

          La Hire.—¿Quién es ese?

          Duchatel.—Un cura español.

          La Hire.—No he oído nunca hablar de él.

          Duchatel.—No es extraño, porque no ha nacido aún y no lo hará hasta el año 1600, aproximadamente.

          La Hire.—¡Ah! Ya decía yo.

          Carlos.—Duchatel tiene razón, La Hire. Y además, ahora que estamos en la intimidad, os diré que el asunto ese de recuperar mi trono no es puñalada de pícaro.

          La Hire.—¡Señor! ¡Pero...!

          Carlos.—(Interrumpiéndole.) Ya sé, ya sé que dicho así suena fatal, pero hay que ser pragmático. Los ingleses nos tienen sitiados aquí, en Orleans. Mi ejército es de risa. Mis arqueros tienen tan mala puntería que se asaetean sin querer unos a otros todo el rato. Mi caballería tiene tan pocos caballos que mis jinetes tienen que turnarse en medio de las batallas, bajándose unos para que se suban otros. A los mercenarios, ¡pobrecitos míos!, hace meses que no se les pagan las horas extraordinarias: no sé cómo siguen a mi lado. Yo, en su lugar, no lo haría.

          La Hire.—¿Qué queréis decir con todo esto, majestad?

          Carlos.—Que si los ingleses se han apoderado de Francia... pues ¡qué se le va a hacer! Que se la queden para ellos. De todas maneras, hay que reconocer que nos tratan medianamente bien. Mandan sí, pero no destrozan los pozos ni queman las cosechas ni hacen nada de eso. De hecho, cobran menos impuestos que los que han venido recaudando los reyes franceses durante los últimos siglos. Los campesinos están encantados con ellos y el comercio prospera. Administran con honestidad y eficacia, y habréis notado que hasta las cartas y los paquetes llegan antes. Solo la nobleza se empeña en querer vencerles. Pero, es lo que yo digo: no se les puede echar, ¿no es así? Ya lo hemos intentado y la cosa está difícil. Entonces, ¿por qué emperrarse en hacerlo?

          La Hire.—(Asombrado.) Majestad, vos personalmente estáis siendo privado de los privilegios de la corona.

          Carlos.—¿La corona de Francia? Un dolor de cabeza, créeme, La Hire. Confidencialmente te diré que vivo mejor como estoy ahora que siendo rey coronado y teniendo que enfrentarme al Consejo real para cualquier menudencia.

          La Hire.—¿Entonces, para qué peleamos contra los ingleses? (Escupe.)

          Carlos.—Pues supongo que peleamos para que no se diga. Y, por favor, La Hire, no hagas eso, que me estás poniendo el castillo hecho un asco.

          (Salen el caballero Raoul, armado, y el Arzobispo de Reims, voluminoso.)

          Arzobispo.—Señor y rey mío. Yo os bendigo.

          Carlos.—Gracias, Excelencia Reverendísima, pero ya me habéis bendecido esta mañana apenas he desayunado, ¿recordáis?

          Arzobispo.—Os bendigo nuevamente, porque os traigo nuevas que volverán a poner el trono de Francia bajo vuestras reales partes, señor.

          Carlos.—(Aparte.) ¡La fastidiamos! (Alto.) ¿No teníais otra expresión menos explícita? Podíais haber dicho «a vuestro alcance» o «en vuestro poder». Ya sabéis que no me gusta ninguna clase de alusión a mis posaderas. Luego, el pueblo hace bromas y las cosas quedan.

          Arzobispo.—Perdonad, majestad.

          Carlos.—Hablad, Monseñor

          Duchatel.—(Al Arzobispo.) Hablad, Monseñor.

          Carlos.—(Recriminándole.) ¡Duchatel!

          Duchatel.—¿Tampoco ahora, señor?

          Carlos.—Tampoco. No hace falta que transmitáis mis palabras al arzobispo.

          Duchatel.—¿Al arzobispo no?

          Carlos.—No. Al arzobispo no. (Al Arzobispo.) Continuad, os lo ruego.

          Arzobispo.—El caballero Raoul de La Crème-Chantilly os dirá lo sucedido.

          Raoul.—(Arrodillándose ante el rey.) Escuchadme, señor.

          Duchatel.—(A Carlos.) Escuchadle, señor. (Carlos le mira con ira.) Dijisteis al arzobispo.

          Carlos.—¡¡¡Duchatel!!!

          Duchatel.—¡Vale, vale! Ya me callo. (Aparte.) No sé muy bien qué pinto yo en esta corte.

          Raoul.—Habíamos armado dieciséis compañías para venir en vuestro socorro, señor. Elegimos por jefe al caballero B.

          Carlos.—(Extrañado.) ¿Al caballero B?

          Raoul.—Es una abreviatura, señor. Le llamamos así para ahorrar tiempo.

          Carlos.—¿Pues cómo se llama en realidad?

          Raoul.—Su nombre es Baudricourt de Vaucoleurs. Pero cuando en medio del combate hay que mandarle un mensaje escrito o incluso llamarle de viva voz se tarda mucho en hacerlo, lo que justifica la abreviatura.

          Carlos.—Continuad.

          Duchatel.—Conti... (Se da cuenta y se interrumpe de pronto. El rey le mira enojado y él disimula.) Conti... Continuamente se abrevia el nombre de los generales, majestad. Es una práctica habitual en campaña.

          Carlos.—(Aparte.) Esto no se acaba nunca.

          Raoul.—Cuando bajábamos a los valles que riega el Yonne, se presentó de súbito enfrente de nosotros el poderosísimo enemigo en la llanura. Volvimos la cabeza y vimos que también a nuestra espalda centellaban sus armas como rayos...

          Carlos.—(Interrumpiéndole.) Ya me imagino como centellaban, caballero de La Crème-Chantilly. Ahorradme los símiles y abreviad, os lo ruego.

          Raoul.—Lo haré, majestad. No superaban el número y nos rodearon...

          Carlos.—(Interrumpiéndole de nuevo.) ¡Abreviad más!

          Raoul.—No teníamos más esperanza que vencer o morir...

          Carlos.—(Enfadado.) ¡¡¡Más!!!

          Raoul.—Flaqueaban ya los más valientes...

          La Hire.—(Aparte.) No serían tan valientes si flaqueaban.

          Raoul.—¿Cómo?

          La Hire.—No, nada.

          Carlos.—No seas pesado, La Hire. No interrumpas. ¿Qué pasó al final?

          Raoul.—¿Al final?

          Carlos.—(Enérgico.) Sí, al final. No me tengáis en vilo; contadme ya el final.

          Raoul.—Pues el final consistió en que les arreamos de lo lindo, majestad. Eso fue todo. Os obedezco y finalizo aquí mi relato.

(Se levanta y da un paso atrás. Hay una larga pausa.)

          Carlos.—(Perplejo.) No os he oído bien, señor de La Crème. Habéis dicho que os arrearon, ¿no es eso?

          Raoul.—No. Que les arreamos, señor.

          Carlos.—¿«Les»?

          Raoul.—«Les».

          Carlos.—¿No «nos arrearon»?

          Raoul.—No «nos», majestad. Por inusual que pueda pareceros, nosotros vencimos.

          Carlos.—Creo que he debido de perderme algo.

          Raoul.—¡Claro! ¡Si me habéis obligado a ir al final! ¡Si no me habéis dejado contar lo del medio!

          Carlos.—(Irritado.) ¡Bueno, pues contádmelo ahora!

          Raoul.—(Entusiasmado.) Una doncella, majestad, una celestial doncella, toda vestida de blanco apareció como surgida de la nada.

          La Hire.—¿Una doncella?

          Arzobispo.—¿Pero quedan aún cosas de esas en el suelo francés?

          La Hire.—Monseñor, ¡parece mentira que vos digáis algo así!

          Carlos.—(Pensativo.) ¡Una doncella...!

          Raoul.—Una doncella, majestad.

          Carlos.—Y decid, ¿cómo supisteis que era doncella?

          Raoul.—Se le veía en la cara.

          La Hire.—¿Tan fea era?

          Raoul.—¡Qué va! Era muy hermosa. Sus negros cabellos caían en negras trenzas sobre sus hombros y ondeaban al viento.

          La Hire.—Vamos a ver, señor de La Crème, aclaraos: ¿llevaba el pelo en trenzas o suelto?

          Raoul.—Pues... Yo diría...

          La Hire.—Porque si lo llevaba en trenzas, no podía ondear. Aprended a contar las cosas bien.

          Carlos.—Callad, La Hire. Dejadle continuar.

          Raoul.—Tenía una cosa de esas que le rodeaba el rostro. Ya sabéis a lo que me refiero.

          Carlos.—Pues no.

          Raoul.—Sí, una de esas cosas etéreas que... Algo así como un halo.

          Carlos.—¿Un halo? ¿Como los de los santos?

          Raoul.—No exactamente eso, Majestad. ¡Ay! No me sale la palabra, aunque la tengo en la punta de la lengua.

          Arzobispo.—(Sugiriendo.) ¿Un nimbo?

          Raoul.—(Muy contento.) ¡Eso es: un nimbo! Gracias, Monseñor. Pues sí: estaba nimbada de una extraña luz. Parecía una mezcla entre un ángel del cielo y una diosa de las batallas. Detuvo su caballo, porque tenía un caballo, y nos increpó diciendo: «¡Oh, valientes soldados! ¡Oh, esforzados guerreros...!»

          Carlos.—¿Eso os lo decía a vosotros?

          Raoul.—Claro, majestad. ¿A quién se lo iba decir, si no?

          Carlos.—No sé. A los ingleses, tal vez. A los soldados franceses les han llamado muchas cosas, pero eso de valientes y esforzados es poco frecuente.

          Raoul.—Nos lo decía a nosotros, tened la seguridad. «¡Oh, esforzados caballeros», prosiguió, «¿Por qué tembláis? ¡Sus, y al enemigo! Aunque este sea más numeroso que las arenas del mar, la historia está con nosotros.»

          Carlos.—¡Vaya cursilada!

          Raoul.—Y diciendo esto, arrancó el estandarte de las manos del que lo llevaba y le sacudió con él en la cocorota al inglés que tenía más cerca. Este cayó como fulminado. Nuestros soldados se enardecieron como en aquella ocasión en que les prometimos una paga extra.

          La Hire.—(A Carlos.) ¿Les prometisteis una paga, majestad?

          Carlos.—Una vez. Pero al final no se les dio nada. No había dinero. Proseguid.

          Raoul.—Los ingleses, viéndonos combatir con valor, no salían de su asombro. No se lo podían creer.

          Carlos.—A mí también me cuesta mucho trabajo creérmelo.

          Raoul.—El caso es que se desbandaron por la llanura. Sus jefes les increpaban para que lucharan, pero los soldados no les hicieron caso. Se dejaron degollar sin resistencia. Hicimos una carnicería. Cien mil enemigos murieron en el campo de batalla mientras que ninguno de nosotros recibió ni el más ligero rasguño. Bueno, miento: a un soldado francés le cayó una rama en la cabeza cuando se acercó a un árbol para una necesidad muy comprensible. Tiene un chichón importante. Pero nosotros, todos ilesos. ¡Un milagro! Una victoria francesa.

          Carlos.—Una victoria francesa. Habrá que creer en milagros

          Raoul.—El caso es que los ingleses nos dejaron el campo libre. Huyeron. Nos regalaron la victoria.

          Carlos.—¿Decís que los ingleses huyeron de puro miedo a la doncella?

          Raoul.—Ya sé que suena increíble, pero así fue. Luego, la joven habló con nosotros.

          Carlos.—¿Y qué contó?

          Raoul.—Que se llamaba Juana. Había nacido en Domrémy-la-Pucelle, un pequeño pueblo en...

          Carlos.—No lo cojáis desde la prehistoria. Sed breve, La Crème. Breve no: telegráfico.

          Raoul.—Como gustéis, majestad. Os haré una síntesis. Veréis: es una visionaria, una profetisa, una enviada de Dios. Dice que libertará a Orleans en un periquete. Ha prometido incluso expulsar a los ingleses de Francia y coronaros en Reims antes de que se nos eche encima el invierno y ya no apetezca salir de casa.

(Se oyen vivas y campanadas.)

          Raoul.—¿Oís, señor?¿Oís las campanas? Es ella, que llega. El pueblo saluda a la enviada de Dios. Las gentes están entusiasmadas con ella. Le han regalado ya un montón de quesos.

          Voces.—(Dentro.) ¡Viva la doncella! ¡Viva quien nos ha salvado!

          La Hire.—¡Esto es estupendo! Traeremos ese ser celestial a vuestra presencia, señor.

          Carlos.—(Resignado.) Está bien. Supongo que si la Divina Providencia se empeña en abrumarte con un milagro no se le puede decir que no. Hablaré con la doncella y aprovecharé su inquietud guerrera, tenga la causa que tenga y ya sea un síntoma de santidad o de algún síndrome de hiperactividad, de esos que se han puesto ahora tan de moda.

          La Hire.—¿Qué pensáis hacer, majestad?

          Carlos.—¿Yoooo? Yo no haré nada en absoluto. Dejaré que sea la doncella milagrosa quien haga lo que pueda. Si lo que me habéis contado es verdad, la cosa está clara como el agua de la fuente. En caso de que la joven milagrosa venza a los ingleses, le quedaremos muy reconocidos y le haremos un buen regalo. Tampoco nada muy caro, ¿eh?: un bonito traje o algo por el estilo. A las mujeres les gustan esas cosas. Y si fracasa, pues estaremos igual que ahora, ¿no es así? Ella dice que puede liberar Francia? Pues que lo intente. El no ya lo tenemos.

          Raoul.—En efecto.

          Carlos.—Lo que pasa es que yo no apostaría ni un pelo del más sarnoso de mis perros a su favor. Lo más probable es que los ingleses la capturen, le hagan todo eso que se le suele hacer a las prisioneras y que luego la quemen alegremente en alguna plaza pública.

          Arzobispo.—(Escandalizado.) ¡Oh!

          Carlos.—Nos pongáis así, Monseñor. Es lo más probable, habréis de reconocerlo conmigo.

          Arzobispo.—O sea, majestad, que si tiene éxito, aceptaríais el trono y si no, dejaríais que los ingleses la ejecutaran?

          Carlos.—No veo cómo podría evitarlo.

          Arzobispo.—Eso sería utilizarla miserablemente.

          Carlos.—Yo no emplearía esas mismas palabras, pero sí, básicamente eso es de lo que se trata.

          Arzobispo.—¿Y cómo podéis ser tan indiferente a la suerte de vuestro pueblo?

          Carlos.—Yo no tengo ninguna culpa de que algunas personas de mi pueblo están chaladas y cometan insensateces.

          Arzobispo.—Pero estaríais dispuesto a beneficiaros de esas insensateces si salen bien!

          Carlos.—¡A ver! ¿Me tomáis por tonto, Monseñor!

          Arzobispo.—He de deciros, majestad, sin ánimo de ofenderos, por supuesto, que no me parece bien que sacrifiquéis a vuestros súbditos en vuestro propio provecho.

          Carlos.—Monseñor, ¿no pretendíais que fuera rey? Pues eso es precisamente lo que hacen los reyes.

 

Concurso poético

 


Michael Schumacher

 

 

        Miguel Zapatero (¡metonomasia que te crio!) se pronuncia en alemán cómo mɪçaʔeːl ʃuːmaxɐ, por lo que preferimos quedarnos con la versión castellanizada. Fue un piloto alemán de exautomovilismo, digo, un piloto exalemán de automovilismo. No: un expiloto alemán de automovilismo (¡ahora!, ¡por fin!).

        Ganó siete veces el campeonato mundial de carreras de coches: dos con Benetton, cuatro con la escudería Ferrari y una por su cuenta. Quedó tantas veces subcampeón que ya ni se acordaba. Según aseguran los que saben, obtuvo 91 victorias, 68 poles, 77 vueltas rápidas y 155 podios, algo que no acabamos de entender muy bien. ¿Quiere decir esto que, aparte de las 77 mencionadas, todas las demás vueltas las dio despacito? ¿Y cómo se las apañó para tener en su casa a 68 polacos (poles)? Toda esta terminología nos confunde.

        Le denominaban el «Káiser», por no llamarle algo peor, porque el hombre hacía a veces un miajita de trampa, como luego mencionaré.

        Michael se montó en coche (en un kart) por primera vez con cuatro añitos recién cumplidos. A partir de ahí, fue especializándose y debió de aprender muchas matemáticas y mucha física, porque en los libros pone que era experto en todo tipo de fórmulas.

        Sus logros no se pueden listar, salvo que uno tenga mucho tiempo y muchas ganas, lo que no es nuestro caso. El hombre acumuló más podios, carreras ganadas y títulos que nadie, y a esto no hay que darle vueltas, aunque él sí las diera.

        En el capítulo de morrones encontramos algunos muy graves. Schumacher corría mucho porque creía ingenuamente que tener un estupendo seguro de accidentes significaba que no podía tener accidentes. Solo después del primero se enteró de que el seguro pagaba los huesos rotos después, pero no impedía que te los rompieras.

        Bastante suerte tuvo, que salió ileso de muchos amasijos de hierro, aunque, evidentemente, en el transcurso de su carrera se rompió varias cosas esas que tenemos por dentro.

        Estuvo siempre al alcance de la polémica, pues sus rivales decían que jugaba sucio y chocaba contra sus coches en ocasiones para desestabilizarlos, como en las carreras de cuadrigas de Ben-Hur, cuando Mesala hace trampa y le rompe la rueda a Charlton Heston. Esto no impidió que la UNESCO le otorgara el título de embajador honorífico en un año en el que no tenían a otro más a mano. Hay que decir en su beneficio que Schumacher donó muchos dólares a proyectos de beneficencia. No sabemos si hacerlo era condición obligatoria para que la UNESCO te nombrara para algún puesto de relumbrón.

        El nombre de Schumacher se ha hecho famoso —como antaño lo fuera el de Fittipaldi— para indicar a uno que corre siempre mucho con el coche, como si fuera a apagar un incendio o a descubrir la cura del cáncer.

        Hace unos años (2013) se dio un tremendo porrazo en la cabeza y desapareció de la escena pública. Su familia no quiere revelar nada de su estado mental, lo que nos hace sospechar que ecuaciones de tercer grado no debe de resolver muchas.